Desde la alta loggia, alzando los ojos al firmamento esmaltado de astros, la mujer prorrumpe con grave sonoridad:
Perdón, perdón te demando, ¡oh Vida inmutable!, por no haber discernido de súbito que en tus manos se ciernen los hilos del hado. Mas sábete, no me allano sin réplica, pues también yo ostento el albedrío de rehusar las sendas que me ciñes.
Non por osadía vana, sino por firmeza de ánima, me levanto contra los dictámenes que tu inescrutable querer pronuncia. Que si bien mi voz se encoge en ruego y clemencia, mi corazón permanece roqueño, arriostrado en sus propias raíces.
No consentiré que amortajes mis días con la melancolía luctuosa, ni que tus designios entenebrezcan mi albor. Non quebrantarás mi temple, que se forjó en fragua antigua y se arraigó en lo más hondo de mi ser como encina que resiste vendaval.
Así pues, oye mi voz: puedes tramar tu destino con rueca invisible, mas non lograrás domeñar mi espíritu. Yo seré, aun contra viento y oráculo, la señora pertinaz de mi jornada.
Y si lloro, sea por desahogo, non por derrota; si callo, sea por prudencia, non por sumisión. Así me afirmo: luchadora, pertinaz, guardiana de mí misma, hasta que el último soplo me sea arrebatado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario